En Sueño Profético se vio el campo. Era sin camino y nada sembrado, que hubieran sembrado las manos del hombre.
Llegaron dos hombres, sin verse a distancia ni tampoco cerca. Es que Dios los pone como si estuvieran. Que un día estuvieron, cuando con el cuerpo vivían en la Tierra. Ninguno era viejo. Uno llegaba a los 40. Y el otro, dos más de los 60.
Dijo el mayor al más joven:
¡No es la ciudad la que cambia, es el hombre a la ciudad! Unas veces la mejora, y otras se equivoca al mejorar. Casi siempre en la mejora va dejando a Dios atrás. Esto es lo que no me gusta del hombre de la ciudad. Yo la visito poco, y menos la voy a visitar.
Cuando llego a mi campo, miro al Cielo, miro al monte, miro donde tengo los pies. ¡Que hay tantas plantas y tantas flores...! ¡Tantas hierbas que el ganado se las discute por sus exquisitos sabores...!
Aquí nada tiene cambio con el Cielo, con lo que nace sin manos y con el monte. ¡Si viera con la alegría que, cuando Dios manda el agua, baja por ese monte...! Porque sabe el bien que trae aquí y a la trepa del monte.
Yo no me siento viejo. ¡Es que llevo a Dios en mi mente igual que lo tuve de niño! Y la muerte, que me llegue antes de sentir el vacío, como el hombre de la ciudad, que hoy tiene.
Desperté, oí:
No podía contestarle
a aquel hombre
que cátedras llevaba
dentro de su misma sangre.
¡Era a Dios y a otra Vida
a lo que daba importancia!
Yo llegué a la ciudad
refiriendo sus palabras.
Y lo mismo que yo sentí,
sentía el que le hablaba.
“¡No es la ciudad la que cambia,
es el hombre a la ciudad!”.
Esto le salía con pena.
Este hombre culpaba al hombre
de que el hombre a Dios no quisiera.
Despreciaba a la ciudad
y amaba la Naturaleza.
Aquí, el cambio que había
es tener a Dios más cerca.
Me despidió diciéndome:
“Si yo fuera nube,
¡yo no bajaría a la Tierra!”.
***
Libro 19 - Dios Manda en Su Gloria que Enseñen - Tomo III - Pág. 106-107-108
Para quien viva en la ciudad, contagiar Paz y mirar a las personas más que al reloj,ya es caridad.
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