En Sueño Profético decían:
El que quiere amar, ama. Bien decía mi madre, que el amar, era como el apetito en la comida: si no tienes apetito y te ponen malas comidas, menos apetito tendrás; si no amas y no buscas al que ama, nunca amarás.
Si tú dices: “¡Dios mío!, yo quiero amarte, pon en mi camino a personas que mucho te amen, y dame apetito de tu Amor y sed de tus Palabras; dame hambre que yo busque donde siempre estén hablando de Ti, que tus Palabras me sirvan de alimento”.
Esta oración que mi madre tanto decía, llegó el momento que se cundió en el pueblo. Muchos llevaban papel, estampa o algún recuerdo familiar para escribirla. Esta oración dio mucha hambre de amar a Dios; casi más la llevaban los hombres escrita, que las mujeres; había quien sacaba unas buenas carteras y una buena letra escrita; otros sacaban unos cartones –que ellos la nombraban carterilla–, escrita con letras que se habían separado unas de otras, para darle a aquellos hombres más grandeza. Pues esta oración –que así le pusieron ellos–, dio muchas ganas de buscar a Dios.
Desperté, oí:
Con qué sencillez comparan el apetito del espíritu y el de la comida para la materia.
Cierto que el hombre no pide hambre de Gloria.
Cierto es que si la pides, Dios te presenta el manjar.
Esta mujer fue de Dios,
y hoy nos sirven sus palabras.
Hoy ya se cuentan diez siglos,
y aún no están borradas.
Ni jamás se borrarán,
por ser hambre de Palabras.
De Palabras de este Dios,
que los siglos son semanas.
Semanas para igualar
el conjunto de Palabras.
Pídele a Dios apetito,
y Él te mandará las ganas.
Que esta Comida de Dios
es Comida de Palabras.
***
Si la falta de apetito debilita el cuerpo, la inapetencia de amor enferma el espíritu.
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